Contra la naturaleza de nevera

El campo es el sustrato que garantiza nuestra supervivencia, y protegerlo no es solo un deber, sino también un derecho reconocido.

Contra la naturaleza de nevera

La interrelación entre lo rural y lo urbano, a menudo tensa, debe redefinirse para solucionar algunas de las crisis más acuciantes.

El campo no es ni la nevera ni el enchufe ni las vacaciones de la ciudad. La frase peca de reduccionista, pero, tristemente, la relación entre campo y ciudad o, mejor, la visión de la ciudad sobre el campo –y, por extensión, sobre la naturaleza– suele caer en un simplismo utilitarista o romántico. Y es normal que así sea: el campo se ha convertido en un valor de venta al servicio de la urbe. Para las personas que vivimos en ciudades, nuestro primer vínculo diario con la naturaleza es alguna imagen de naturaleza plasmada en un envase de la nevera, un anuncio que habla de energía verde o una oferta de escapada de fin de semana para perderse y desconectar en el campo.

La tensión entre lo urbano y lo rural está documentada prácticamente desde el nacimiento de las ciudades. Paisajes distintos, modos de vida distintos y procesos históricos diferentes que, a menudo, se han sublimado como escenarios opuestos, alternativos e independientes. La Academia encuadra en esta realidad numerosos enfrentamientos sociales, pero suele coincidir en que el estado habitual de esta relación es una tensión continua de baja intensidad, una suerte de calma chicha; esa situación que el escritor e investigador Arturo Ortega Morán define como «la otra quietud», la que no cura la fatiga.

La erosión de la tensión campo-ciudad es causa y efecto de los tres grandes desafíos que afrontan los entornos rurales: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y el reto demográfico. Y todos ellos encuentran su origen en el modelo económico que se demanda en las ciudades. Ahora bien, esta conclusión es solo eso: otro reduccionismo. Y la relación entre campo y ciudad merece mucho más que eso. El cuidado de lo rural es un deber, y tener un campo cuidado es un derecho de todos. Así lo dice la Constitución española y, en un futuro próximo, así lo dirán la europea y la Carta de Derechos Humanos gracias al trabajo de muchas organizaciones; entre ellas, la que represento. La profundidad de esos conceptos –derecho y deber– ofrecen una dimensión clara de la tarea y de la larga lista de incumplimientos y responsabilidades para con el campo de todos los agentes posibles, ya sean públicos o privados. Es algo que concierne al conjunto de la sociedad.

Y no hay ninguna receta mágica que permita eliminar la calma chicha que pesa sobre la interrelación entre campo y ciudad, de la misma manera que sabemos que el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y el reto demográfico requieren cirugías de urgencia con todos los especialistas presentes en el quirófano. El elemento positivo es que gran parte de las suturas que tenemos que afrontar ante estos desafíos constituyen la oportunidad perfecta para redefinir la relación entre lo urbano y lo rural. Un buen punto de partida puede ser el de reconocimiento: el campo es el sustrato de aquello que asegura nuestra supervivencia y la de la naturaleza. Y el mundo rural tiene un papel determinante como custodio.

Es importante interiorizar ese reconocimiento porque, como los paneles de Naciones Unidas sobre cambio climático y biodiversidad han constatado en su primer trabajo conjunto, no siempre se tiene en cuenta al campo en la construcción de soluciones para abordar la crisis ecológica. Para resolverlo, los dos grupos científicos piden –entre otras muchas medidas– aumentar las prácticas agrícolas y forestales sostenibles, multiplicar la restauración y renaturalización, y ampliar y crear nuevas áreas protegidas en tierra y mar. Todo esto tiene que venir acompañado de mayor dotación de recursos y auténticas políticas orientadas a generar y mejorar sus impactos positivos, ambientales y sociales.

«El campo es el sustrato de aquello que asegura nuestra supervivencia y la de la naturaleza»

Al mismo tiempo, las ciudades tienen que hacer su parte en la transición energética. No solo llenando tejados y suelos degradados de renovables y apostando por la eficiencia y el ahorro energético, sino también tomándose en serio la circularidad del modelo económico, facilitando el acceso real a una alimentación buena para el medio ambiente, creando y cuidando la biodiversidad urbana, etc.

En el decálogo que SEO/BirdLife y el CSIC hemos planteado para unas renovables responsables y respetuosas con la naturaleza defendemos que estas tecnologías –como otras medidas técnicas de adaptación o mitigación, como los diques para protegernos de la subida del nivel del mar– modifican paisajes físicos, biológicos, económicos, industriales e incluso emocionales. Por eso, debemos concebirlas como promotoras de espacios de gestión diversos y descentralizados que den lugar a nuevas ruralidades más resilientes. De esta manera, además, se puede contribuir a ponerle freno al problema del despoblamiento con empleo auténticamente verde y de calidad. Se trata también de priorizar las soluciones basadas en la naturaleza, porque recordemos que el campo es el sustrato que garantiza nuestra supervivencia.

Las ciudades están obligadas a hacer su parte. Y además de nuevas ruralidades más resilientes, tenemos que contribuir a crear nuevas urbanidades en las ciudades. Esto implica comedimiento, buen modo y mucha atención y cuidado hacia el campo. El campo no es ni la nevera ni el enchufe ni las vacaciones de la ciudad. Y merece más dignidad, reconocimiento y respeto a nuestra verdadera naturaleza.


Artículo de Asunción Ruiz, directora ejecutiva de SEO/BirdLife  publicado en Ethic.es

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