Pan de pueblo

Hace unos días, en una panadería de la capital, entró una mujer y preguntó a la dependienta: «¿Tienes pan de pueblo?». En mi cabeza reverberó un eco con olor a pan caliente. Pan bregado. Masa cruda pegada en la punta de las dedos y un regusto de infancia en los labios. De esa mezcla de huevos, leche, aceite y harina que son la base de la repostería en ese sur de León que lame el Esla. Pan de pueblo, pan de pueblo… Aquella mujer quería pan de pueblo. Santa Lucía, Villaquilambre, Villavente, Manganeses de la Polvorosa, Veguellina de Órbigo, Hospital… Pueblos, esos lugares olvidados, de gente ignorada y cultura sepultada, de pronto emergen en nuestro lenguaje como un talismán.   Queremos sabor a pueblo, olor a pueblo, vistas de pueblo, pan de pueblo. Pero, ¿queremos a los pueblos? ¿Quiere la clase política a unos pueblos que dan pocos votos y muchos quebraderos de cabeza? Todo por los pueblos, pero sin los pueblos. Que ya hay mucho listo en los despachos para preguntar a quienes bregan con la falta de una sanidad, con los desplazamientos maratonianos a las últimas escuelas de pueblo que quedan abiertas o hacer cola en ese autobús surrealista que cada mes o cada semana aparca en las plazas de los pueblos para hacer de oficina bancaria volante. Los bancos, forrados de dinero a costa de nuestros lomos tributarios, cerraron sus oficinas rurales y copian a los humildes y alegres bibliobuses que acogen a la gente entre sus estanterías de libros en esos viajes por las carreteras silenciosas y los pueblos fantasmales. A los pueblos se les prometen políticas que no llegan o pasan de largo como los trenes por Villavante y Brañuelas, por La Robla y La Pola de Gordón o por Palanquinos y El Burgo Ranero. Convoyes que encaran la subida a Pajares como si fueran el tren Burra para entrar en Asturias. Por no hablar del Hullero varado en vía muerta a la entrada de León. Cuando hablan de transición ecológica piensan en las eléctricas y en su negocio con las renovables, pero no en los pueblos que son vigías entre las inmensas masas de oxígeno y agua que proporcionan montañas, bosques, riberas y páramos. ¿Han pensado en las mujeres de los pueblos cuando hablan de centralizar las denuncias de violencia de género en León y Ponferrada? Argumentan que así se respeta más su intimidad. Como si hubiera un juzgado en cada pueblo. ¿Va ser más fácil para las mujeres venir a la ciudad a denunciar? ¿A declarar? ¿O es una forma de ir haciendo retirada de juzgados comarcales como Astorga, La Bañeza, Cistierna, Sahagún y Villablino? Porque es lo que queda. Queremos pan de pueblo, yogures de pueblo y quesos de pueblo… Pero no queremos que los pueblos huelan a pueblo, a estiércol y humo. Queremos los pueblos para ir de romería, pero olvidamos la hacendera y el concejo. Poca gente, quizá ya solo en la Sobarriba, recuerda cómo trenzar una sebe o cómo se hacían las bodegas, durante un invierno entero, picando sobre la dura tierra en busca del fresco y la oscuridad para guardar el vino. Los pueblos son trending topic cuando los visita un influencer de la tele o un Pablo Casado que acaricia jatos y levanta el dedo pulgar en señal de acuerdo. ¿Con quién? ¿Con Mañueco en su estocada definitiva a Silvia Clemente o con los innombrables de Vox que recaban nombres de funcionarios y funcionarias que trabajan en violencia de género en Andalucía? En este punto de la historia es obligado decir: «Quiten sus sucias manos» de los pueblos y escuchen a la gente del rural (y de la ciudad) que quieren a los pueblos. Y no dejen de probar el pan y las mariquitas de mi pueblo. Saben a gloria. Por suerte, hay relevo en el obrador de la calle Platerías de Villaornate. Artículo de opinión de Ana Gaitero publicado en el Diario de León

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